como el agua que se te pega a la piel cuando sales de la ducha de la
playa o la manera en la que miras al final del aire cuando piensas sobre algo
que acabas de leer. Tampoco importa cómo cruzas las piernas después de comer,
ni cómo te humedeces los labios después de dar un bocado a una manzana. Ya no
importa que no te gusten los guisantes, ni que le eches kétchup a todo. No
importa que odies el mono de whatsapp y que nunca le pongas tilde a todavía.
Hay cosas que nunca importaron, como tu manera de hablar cuando hablas con
mis padres. Tampoco importa el cansancio de tu lengua por las mañanas, cuando
arrastras las palabras como quien tira de un avión. No importa que apoyes los
codos en la mesa, que te llenes los labios de pasta de dientes, que no te guste
la ginebra. Que me confieses que cuando me llamas cuando estoy enfadada es porque te gusta escuchar las palabras entre labios
fruncidos. Ya no importa cómo hueles, ni cómo sabes por las mañanas en la cama y no importa que
se te caiga el pelo en la frente.
Hay cosas que ya nunca importarán, como tu camisa roja y azul o tus vaqueros
negros. No importará cómo girabas la cabeza cuando no entendías lo que quería decir, ni cómo cerrabas los ojos y arrugabas la nariz cuando intentabas
no reírte. No importará la manera en la que piensas con el dedo índice sobre
los labios, ni cómo sonreías cuando me arreglaba el pelo en tus gafas de sol. Tampoco
que odies mi música y mis zapatos, a mi amiga Manu y nuestra foto al lado de mi
cama. Ya no importa que no te guste mi vestido blanco porque ya no importa nada
de esto, igual que no importa que esté escribiendo sobre ti a estas alturas del año porque, en realidad, a finales de abril nada importa de verdad.
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